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Cuentos y leyendas

Iniciado por Atenea79, Julio 05, 2014, 17:24:24:37 PM

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Atenea79

Cuando los japoneses reparan objetos rotos, enaltecen la zona dañada rellenando las grietas con oro.
Ellos creen que cuando algo ha sufrido un daño y tiene una historia, se vuelve más hermoso.
El arte tradicional japonés de la reparación de la cerámica rota con un adhesivo fuerte, rociado, luego, con polvo de oro, se llama Kintsugi.
El resultado es que la cerámica no sólo queda reparada sino que es aún más fuerte que la original. En lugar de tratar de ocultar los defectos y grietas, estos se acentúan y celebran, ya que ahora se han convertido en la parte más fuerte de la pieza.
Kintsukuroi es el término japonés que designa al arte de reparar con laca de oro o plata, entendiendo que el objeto es más bello por haber estado roto.
Llevemos esta imagen al terreno de lo humano, al mundo del contacto con los seres que amamos y que, a veces, lastimamos o nos lastiman.
¡Cuán importante resulta el enmendar!
Cuánto, también, el entender que los ví­nculos lastimados y nuestro corazón maltrecho, pueden repararse con los hilos dorados del amor, y volverse más fuertes.
La idea es que cuando algo valioso se quiebra, una gran estrategia a seguir es no ocultar su fragilidad ni su imperfección, y repararlo con algo que haga las veces de oro: fortaleza, servicio, virtud...
La prueba de la imperfección y la fragilidad, pero también de la resiliencia -la capacidad de recuperarse- son dignas de llevarse en alto.
- EDU WIGAND

Soy... una... M.A.N.Z.A.N.A

Atenea79

El hilo rojo


Historia

Durante el Periodo Edo (1603 a 1867) algunas mujeres se amputaban el dedo meñique para demostrarles su amor a sus maridos. Se consideraba un sí­mbolo de completa lealtad, algo similar a lo que hacen y siguen haciendo los «yakuzas» hoy en dí­a como sí­mbolo de obediencia a su «oyabun» (jefe), (aunque en este ultimo caso también se atribuye esa amputación a su descendencia samurai y a su imposibilidad así­ de manejar la espada).

Por eso en japonés los kanjis de «promesa de meñique» significan «dedo cortado». Los japoneses suelen cerrar promesas haciendo una «promesa de meñique», a la que corresponde una canción infantil:

Promesa de meñique, si miento me tragaré mil agujas»¦â™ª

Yubikiri genman, uso tsuitara hari senbon nomasu»¦ ♪



Las leyendas

Una de las leyendas sobre este hilo rojo cuenta que un anciano que vive en la luna, sale cada noche y busca entre las almas aquellas que están predestinadas a unirse en la tierra, y cuando las encuentra las ata con un hilo rojo para que no se pierdan.

Pero la leyenda más popular y la que se recita en casi todos los hogares japoneses a los niños y jóvenes es esta:

« Hace mucho tiempo, un emperador se entero de que en una de las provincias de su reino viví­a una bruja muy poderosa que tenia la capacidad de poder ver el hilo rojo del destino y la mando traer ante su presencia.

Cuando la bruja llegó, el emperador le ordenó que buscara el otro extremo del hilo que llevaba atado al meñique y lo llevara ante la que serí­a su esposa; la bruja accedió a esta petición y comenzó a seguir y seguir el hilo. Esta búsqueda los llevo hasta un mercado en donde una pobre campesina con una bebe en los brazos ofrecí­a sus productos.

Al llegar hasta donde estaba esta campesina, se detuvo frente a ella y la invito a ponerse de pie e hizo que el joven emperador se acercara y le dijo : «Aquí­ termina tu hilo» , pero al escuchar esto , el emperador enfureció creyendo que era una burla de la bruja , empujo a la campesina que aún llevaba a su pequeña bebe en los brazos y la hizo caer haciendo que la bebe se hiciera una gran herida en la frente, ordenó a sus guardias que detuvieran a la bruja y le cortaran la cabeza.

Muchos años después, llegó el momento en que este emperador debí­a casarse y su corte le recomendó que lo mejor era que desposara a la hija de un general muy poderoso. Aceptó y llegó el dí­a de la boda y el momento de ver por primera vez la cara de su esposa, la cual entró al templo con un hermoso vestido y un velo que la cubrí­a totalmente.

Al levantarle el velo vio por primera vez que este hermoso rostro tení­a una cicatriz muy peculiar en la frente.

Soy... una... M.A.N.Z.A.N.A

Coimbra

Maricuchilla

Hace muchí­simos años viví­a en Oviedo una joven llamada Marí­a, la cual uní­a a su prodigiosa hermosura un corazón frí­o como la nieve. Habí­a rechazado con altivo desdén a los mejores caballeros del paí­s, y no se habí­a conmovido lo más mí­nimo por las desgracias que a algunos habí­a acarreado su hermosura: hubo caballero que enloqueció, y galán desesperado que se quitó la vida.

En cierta ocasión fue a vivir cerca de Oviedo, en una casuca perdida en el monte, un caballero mozo, que pronto ganó, por su conducta, fama de santidad. Alternaba su vida retirada de ermitaño con frecuentes excursiones, en las que llevaba socorros a las familias más pobres de la comarca. Desde el dí­a que la desdeñosa Marí­a tuvo ocasión de tropezarse con él, se fundió el hielo de su corazón para dejar paso a la más encendida pasión. De nada le sirvieron sus seducciones ni sus extraordinarios encantos; el joven anacoreta se mantuvo inquebrantable. Entonces Marí­a conoció por primera vez la desesperación y el dolor.

Sus hechizos no le habí­an servido para nada; pero, no queriéndose dar por vencida, acudió a otra clase de recursos. Y un dí­a visitó a una vieja hechicera y le pidió ayuda. La bruja se ofreció a prestársela si a cambio entregaba su alma al diablo. Cuenta la tradición que la desventurada Marí­a se entrevistó con el propio Satanás y que recibió de él una cuchilla con la orden de que cortase la cabeza a su hermano menor, en una gruta cercana a donde moraba el joven caballero; sólo así­ serí­a eficaz el maleficio diabólico y el hombre amado caerí­a implorante a sus pies.

Marí­a hizo todo como se habí­a pactado. Cuando a la mañana siguiente cantó el primer gallo, cogió cuidadosamente a su hermanito, que dormí­a plácidamente en la cuna, y se lo llevó a la gruta. Se cuenta que los gritos de una bandada de búhos la guiaron en la oscuridad, y que al llegar a la entrada de la cueva, las aves se posaron en los árboles vecinos, sin cesar de graznar de un modo siniestro. Marí­a entró en la gruta, colocó al niño todaví­a dormido, en una peña, y sin un momento de vacilación, le separó la cabeza del tronco con un solo golpe de cuchilla. La sangre salpicó la piedra, y las aves, levantando el vuelo, se alejaron, sin cesar en su estridente griterí­o. Entonces el terror se apoderó de Marí­a, y quiso huir; pero tropezó con la cabeza del niño, que habí­a caí­do al suelo, y se desplomó sin sentido.

Cuando volvió en sí­ era ya de dí­a. Ante ella estaba el joven ermitaño, que la contemplaba, no como un enamorado rendido, sino con acusadora severidad. Marí­a le miró por primera vez con los ojos que no eran de pecadora; estaba profundamente arrepentida. Cayó de rodillas, y el ermitaño, imitándola, rezó fervorosamente durante un rato. Después se levantó y le notificó en qué consistirí­a su penitencia. Para merecer el perdón divino, pasarí­a el resto de su vida en el lugar del crimen; era preciso borrar aquella sangre. Y mientras decí­a estas palabras, tocó en la roca con su báculo, y de ella brotó un manantial. Después añadió:

-Pero por mucho que este arroyo limpie las manchas de sangre, no podrá hacerlas desaparecer si no mezclas tu llanto a sus aguas.

Nadie volvió a ver desde entonces al virtuoso anacoreta. Marí­a vivió en los lugares que él habí­a habitado y llevó por el resto de sus dí­as una vida de penitencia. Las pocas personas que se acercaban por aquellos contornos contaban que en más de una ocasión la habí­an visto raspar furiosamente la roca con su cuchilla. Todaví­a existe la creencia de que de cuando en cuando vuelve a la cueva para raspar de nuevo las manchas de sangre, que todaví­a no han desaparecido.

Cerca de Oviedo se puede ver la gruta, con su techumbre abovedada, desde donde se desprende el manantial, y la roca de las manchas rojizas. Este lugar se conoce con el nombre de Maricuchilla.



Coimbra

El hombre de la luna (Leyenda vasca)

Hace mucho tiempo, viví­a un ladrón en Antzuola. No era un ladrón importante, robaba cosas pequeñas: una gallina por aquí­, un par de conejos por allá, tomates, lechugas...

Una noche de invierno de ésas en las que hace mucho frí­o y el cielo está tan claro que pueden contarse las estrellas una a una, el ladrón decidió robar unos troncos recién cortados que un vecino del pueblo tení­a apilados al lado de su puerta. El ladrón, aprovechando la oscuridad de la noche y que todo el mundo dormí­a, robó la pila de leña y se marchó presuroso a su casa. Iba muy contento porque nadie le habí­a visto y su hazaña le habí­a costado muy poco esfuerzo. En eso, se dio cuenta de que la Luna brillaba en el cielo y que, además, parecí­a seguirle. Enfadado con ella, le gritó:

-No necesito de ti, ¿me oyes? ¡Lárgate!

Como la Luna seguí­a detrás de él sin hacerle caso, el hombre volvió a gritarle:

-¡Que te largues! ¿Me oyes? ¡Vete!

El ladrón dejó la leña en el suelo y, cogiendo unas piedras, empezó a tirárselas a la Luna. De pronto, la Luna empezó a bajar y a bajar y, cuando se encontró cerca del hombre, lo agarró con su cuerno por la cintura y lo levantó. Después volvió a su lugar en el cielo.

Desde entonces, el ladrón está allí­ y, en dí­as de luna llena, puede verse perfectamente su cara si miramos con atención.



Coimbra

La infiel

Hubo una vez un emperador llamado Titus, en cuyo reino viví­a cierto caballero noble que era muy devoto y tení­a una bella mujer, pero que a menudo le era infiel y que jamás querí­a desistir de sus infidelidades. El caballero, al darse cuenta de ello, se apenó en su corazón y pensó visitar el Santo Sepulcro, y le habló así­ a su esposa:

-Querida mí­a, quiero viajar a Tierra Santa y os entrego a vuestro propio honor.

Pero una vez que hubo cruzado el mar, la dama se enamoró de un clérigo muy versado en la magia negra, y cohabitó con él. Sucedió entonces una vez que mientras yací­an juntos, la dama le dijo:

-Si fueras capaz de lograr una sola cosa, podrí­as tomarme como esposa.

-¿Qué es lo que quieres? -replicó aquél-. Si tengo la más mí­nima posibilidad de hacerlo, estoy a tus servicios.

-Mi esposo ha viajado a Tierra Santa -prosiguió aquélla-, y no me quiere demasiado; si con un arte especial pudieras matarle, recibirí­as todo lo que tengo.

-Te complaceré -contestó el clérigo-, pero sólo con la condición de que me tomes por esposo.

-En esto te doy mi firme promesa -dijo aquélla.

El clérigo hizo una imagen con el nombre del caballero y la colgó en la pared ante sus ojos. El caballero, entretanto, caminaba por una calle de Roma; se encontró con cierto sabio maestro que le miró detenidamente y le dijo:

-Amigo, debo decirte algo en secreto.


-Hablad, maestro, lo que os plazca -respondió aquél.

-Morirás hoy mismo -afirmó el maestro- si yo no te ayudo. Tu esposa es una adúltera, y ha dispuesto tu muerte.

El caballero, al sentir que aquél decí­a tanta verdad acerca de su esposa, lo siguió firmemente, le creyó y dijo:

-¡Oh, querido maestro, salva mi vida, y te daré una digna recompensa!

-Gustoso te salvaré -contestó aquél- si haces lo que te diga.

-Estoy dispuesto -dijo el caballero.

Entonces el maestro hizo preparar un baño, le quitó las ropas al caballero y le ordenó entrar en el baño. Luego le dio un bien pulido espejo de metal y le dijo:

-Mira diligentemente al espejo, y verás cosas maravillosas.

Este miró al espejo, mientras el maestro leí­a un libro a su lado y le decí­a:

-¡Dime lo que ves!

-Veo a un clérigo en mi casa -dijo el caballero-, que ha hecho una imagen de cera muy parecida a mí­, y que ha colgado en la pared.

-¿Qué ves ahora? -prosiguió diciendo el maestro.

-Acaba de coger un arco -dijo aquél-, le ha puesto una aguda flecha y está aprontándose a tirar sobre la imagen.

Dijo entonces el maestro:

-Si tu vida te vale algo, en cuanto veas volar una flecha hacia la imagen, sumerge tu cuerpo en el agua del baño, hasta que te ordene otra cosa.

Tras haber escuchado esto y al ver que la flecha se poní­a en movimiento, el caballero ocultó su cuerpo completamente debajo del agua, y una vez hecho esto, el maestro le dijo:

-Ahora saca la cabeza y mira al espejo.

Una vez que el caballero así­ lo habí­a hecho, el maestro le dijo:

-¿Qué ves ahora en el espejo?

-La imagen no ha sido tocada -contestó aquél-, la flecha ha pasado a un lado, y ahora el clérigo está preocupado.

-Mira de nuevo, a ver qué hace el clérigo -dijo el maestro.

-Se ha acercado más al cuadro y ha puesto una flecha en el arco para tirar sobre la imagen -replicó aquél.

-Harás, pues, lo mismo que antes, si amas tu vida -dijo el maestro. Cuando el caballero vio en el espejo que el clérigo preparaba el arco, sumergió todo su cuerpo en el agua. Dijo después el maestro:

-¡Fí­jate ahora!

Así­ lo hizo aquél, y luego dijo:

-El clérigo está muy triste por no haber acertado en la imagen, y le está diciendo a mi esposa: «Si no acierto la tercera vez, tendré que morir.» Ahora está acercándose aún más al cuadro, de modo que me parece que no puede fallar.

-Si amas tu vida, procura que cuando veas el arco tensado sumerjas tu cuerpo entero dentro del agua, hasta tanto yo te hable -dijo entonces el maestro. El caballero miró entonces fijamente al espejo, y al ver que el clérigo tensaba el arco para tirar, introdujo todo su cuerpo bajo el agua, hasta que el maestro le dijo:

-¡Sal pronto y mira al espejo!

Tras haberlo mirado, el caballero se rió y el maestro preguntó:

-Hombre, dime, ¿por qué te rí­es?

-Veo claramente en el espejo que el clérigo no ha dado en la imagen -contestó aquél-, sino que la flecha ha dado la vuelta y lo ha perforado entre los pulmones y el estómago, y que acaba de morir; mi esposa, empero, ha cavado una fosa debajo de mi cama y lo ha enterrado allí­.

Dijo entonces el maestro:

-Date prisa ahora, ponte tus ropas y ruega a Dios por mí­.

El caballero le dio las gracias por haberle salvado la vida; finalizó su viaje y se dirigió nuevamente a su tierra; al llegar a su casa, su esposa corrió a su encuentro y le recibió llena de alegrí­a. El caballero estuvo disimulando varios dí­as; pero finalmente mandó llamar a los padres de su mujer y les dijo:

-Queridos parientes, os he convocado por el siguiente motivo: he aquí­ vuestra hija, mi esposa, que ha cometido adulterio y, lo que es mucho peor, ha querido darme muerte.

Aquélla lo negó bajo juramento; entonces, el caballero contó todo lo sucedido y el proceder del clérigo y dijo:

-Si no me creéis, venid y ved el lugar en el que está enterrado el clérigo.

Luego los llevó a su habitación y hallaron el cadáver del clérigo debajo de su cama. Pronto llamaron al juez, y éste decidió que se quemara a la esposa con fuego; así­ sucedió, y las cenizas de su cuerpo fueron esparcidas por el aire. Más tarde el caballero tomó por esposa a una bella doncella, tuvo hijos con ella y terminó su vida en paz.

Coimbra

De cómo repartió el Diablo los males por el mundo. (Leyenda andina)



Esto ocurrió en un tiempo en que el Diablo salió para vender males por la tierra. El hombre ya habí­a pecado y estaba condenado, pero no habí­a variedad de males. Entonces el Diablo, con su costal al hombro, iba por todos los caminos de la tierra vendiendo los males que llevaba empaquetados en su costal, pues los habí­a hecho polvo. Habí­a polvos de todos los colores que eran los males: ahí­ estaban la miseria y la enfermedad, la avaricia y el odio, y la opulencia que también es mal y la ambición, que es un mal también cuando no es la debida, y he aquí­ que no habí­a mal que faltara»¦ Y entre esos paquetes habí­a uno chiquito y con polvito blanco, que era el desaliento»¦

Y así­ es que la gente iba para comprarle y todita compraba enfermedad, miseria, avaricia y los que pensaban más compraban opulencia y también ambición»¦ Y todo era para hacerse mal entre los mismos cristianos.

El Diablo les vendí­a cobrándoles buen precio, pero a aquel paquetito con polvito blanco lo miraban, mas nadie le hací­a caso»¦

«¿Qué es, pues, eso?», preguntaban por mera curiosidad. Y el Diablo se enojaba, pues la gente le parecí­a demasiado cerrada de ideas. Y cuando de casualidad o por mero capricho alguno lo querí­a comprar, preguntaba: «¿Cuánto?», y el Diablo respondí­a: «Tanto». Y era pues un precio muy caro, más precio que el de toditos los paquetes, y he aquí­ que la gente se reí­a diciendo que por ese paquetito tan chico y que no era tan gran mal no estaba bien que cobrara tanto, insultando también al Diablo diciéndole que era muy Diablo por quererlos engañar así­»¦ Y el Diablo tení­a cólera y también se reí­a viendo como no pensaba la gente»¦

Y es así­ que vendió todos los males, pero nadie le quiso comprar aquel paquetito, porque era chiquitito y el desaliento no era gran mal. Y el Diablo decí­a: «Con éste, todos; sin éste, ni uno». Y la gente más se reí­a, pensando que el Diablo se habí­a vuelto zonzo. Y he aquí­ que sólo quedó aquel paquetito, por el que no daban ni un cobre»¦ Entonces el Diablo, con más cólera todaví­a y riéndose con la misma de un Diablo, dijo: «í‰sta es la mí­a», y echó al viento aquel polvo para que se fuera por todo el mundo.

Desde entonces, todos los males fueron peores, por ese mal que voló por los aires y enfermó a todos los hombres. Sólo, pues, hay que reparar, nada más, para darse cuenta»¦ Si es afortunado y poderoso, pero cae desalentado por la vida, nada le vale y el vicio lo empuña»¦ Si es humilde y pobre, entonces el desaliento lo pierde más rápido todaví­a»¦

Así­ fue como el Diablo hizo mal a toda la tierra, pues sin el desaliento ningún mal podrí­a pescar a un hombre»¦ 



Atenea79

El ARTíSTA. Oscar Wilde.

Un dí­a nació en su alma el deseo de modelar la estatua del «Placer que dura un instante». Y marchó por el mundo para buscar el bronce, pues sólo podí­a ver sus obras en bronce.

Pero el bronce del mundo entero habí­a desaparecido y en ninguna parte de la tierra podí­a encontrarse, como no fuese el bronce de la estatua del «Dolor que se sufre toda la vida».

Y era él mismo con sus propias manos quien habí­a modelado esa estatua, colocándola sobre la tumba del único ser que amó en su vida. Sobre la tumba del ser amado colocó aquella estatua que era su creación, para que fuese muestra del amor del hombre que no muere nunca y como sí­mbolo del dolor del hombre, que se sufre toda la vida.

Y en el mundo entero no habí­a más bronce que el de aquella estatua.

Entonces cogió la estatua que habí­a creado, la colocó en un gran horno y la entregó al fuego.

Y con el bronce de la estatua del «Dolor que se sufre toda la vida» modeló la estatua del «Placer que dura un instante».
Soy... una... M.A.N.Z.A.N.A

Coimbra

La Niña del Jarrillo


Pedro de la O fue un honrado y humilde gañán que se ganaba la vida arreando una yunta de mulos. Entró de trillero, siendo un niño, en la casa donde su padre trabajaba. Ascendió a chichanquero y avituallador de peones en cuanto tuvo energí­a y edad para aparejar y cargar un mulo. El patrón lo hizo cargador y tornero de carros cuando lo creyó con fuerzas para manejar el horcón bidente y empinar las gavillas; y aprendió, junto a su padre, los rudimentos del oficio. De este modo, alcanzó el grado de gañán, máxima categorí­a laboral dentro del escalafón agrí­cola, antes de incorporarse a filas.

Cumplida su obligación con el rey, tras varios años de estancia en Cuba, tornó a su hogar y al trabajo; y en ambos lugares fue favorablemente acogido.

Se ennovió con una bella joven del pueblo, de nombre Marí­a, hija única, como él, y obtuvo la licencia de los patrones para dormir con su esposa en la noche de bodas.

Vencidos por los años, con pocas fechas de diferencia, murieron su padre y su madre. Pedro y Marí­a heredaron la pequeña y humilde vivienda familiar.

Entre alabanzas de los amos, por ser el mejor gañán, y los amores de su frágil esposa, Pedro de la O llevaba una existencia tan agradable como le permití­an los tiempos. Les nació una hija, que llenó de alegrí­a la casa. Murió la madre de Marí­a y el padre, viejo y achacoso, fue gratamente recibido en el hogar.

La mujer alumbró años después un nuevo hijo que se llamó como el padre. Pero, entre el nuevo parto y la muerte de su padre, Marí­a sufrió una fuerte depresión nerviosa que rayó en la locura. Pedro la acompañó al médico, con quien estaba igualado. El galeno le recetó unas pócimas y paciencia y amor con ella, sentimientos que le tení­a más que servidos.

Los problemas mentales se le agravaron con un nuevo embarazo, aunque Marí­a veló por sus hijos incluso en los delirios más profundos. Y Mariquilla, la niña, a pesar de su corta edad, le ayudó con la soltura y el desparpajo que le daba su avispada inteligencia.

Fallecido el mayoral de la casa, tras fuerte pugna entre los gañanes para ocupar el puesto, Pedro, que no intervino en la guerra sucia, fue designado sustituto. Organizó a los trabajadores, vigiló las sementeras, controló a los rabadanes y los rebaños y viajó a la ciudad a por abonos. Compró y vendió animales y granos cuando fue autorizado, contrató nuevos peones y empujó la economí­a del amo, que lo vio acrecentar su pecunio.
   
En compensación y gratitud por las mayores responsabilidades, desvelos y aciertos, y por su honradez y formalidad, el dueño lo liberó de las servidumbres más duras y descargó en él casi todas sus obligaciones. Le aumentó la autonomí­a, le crió un cerdo anual para la matanza, le regaló mosto y lo abasteció de leña con sus carros, para combustible doméstico.
   
El amo le pedí­a opinión antes de sembrar alguna haza y siempre le acataba sus sugerencias. Si le aconsejaba que vendiera el trigo en otoño o en primavera, los dueños obtení­an unos céntimos adicionales en kilo de grano; y si debí­a desplazarse a cobrar, Pedro enjaezaba la jaca cartujana de su amo y se trasladaba a donde fuera preciso.
   
En los últimos dí­as del verano, vendieron el lino a unos tundidores de la ciudad. Como se retrasaron en el pago, Pedro fue enviado a cobrar la cuenta. Al regreso, por El Puerto del Suspiro, próximo al atardecer, lo asaltaron unos bandoleros. Pedro se resistió a entregar el dinero confiado y los ladrones le dispararon. Le robaron también la caballerí­a y lo abandonaron malherido. Al alba, desangrado y agonizante, lo recogieron los mayorales de la diligencia de La Costa. Lo transportaron al pueblo y el hombre expiró cuando lo apeaban, en la plaza del ayuntamiento. Marí­a, su buena y delicada mujer, deliró enloquecida durante el velatorio. El médico le recetó y administró unos tranquilizantes y aconsejó a los amos que la recluyeran, con el hijo menor, aún lactante, en un hospital de la ciudad. Tras intensas gestiones de los amos, los acogieron en la clí­nica de San Rafael. Pero los dos hijos mayores, Mariquilla y Pedro, quedaron a merced de la caridad del vecindario.
   
La niña cuidó del hermano como si fuera toda una mujer, a sus nueve o diez años de edad. Enjuagaba un jarrillo de hojalata si les faltaba alimento y recorrí­a el pueblo pidiendo limosna. Algunas mañanas, bajaba a la fuente a lavar sus pobres ropas y competí­a con las lavanderas profesionales. Por las tardes, cuando el sol caí­a y sus vecinos no les habí­an cubierto sus parcas necesidades, visitaba la casa de los antiguos amos de su padre, donde la niña era muy bien acogida; y les cocinaban alimentos para varios dí­as...
   
Un lluvioso otoño hinchó la madera de la puerta de su casa. Tras él, un invierno polar castigó al Padul. A veces, al salir o entrar, Mariquilla demandó socorro para abrir, porque sus escasas fuerzas no aportaban mucho empuje.
   
Una dí­a de nieve, con la tarde ennegrecida por la tormenta, Mariquilla no halló quien le ayudara... Un madrugador vecino descubrió, por la mañana, un extraño bulto junto a la puerta. Acudió y la vio congelada en el dintel, con una angelical sonrisa en la cara. Repleto de comida y protegido por las desgastadas ropas, para defenderlo de la voracidad de los perros vagabundos, estaba el jarro que habrí­a de alimentarlos. El hermano pequeño lloraba desgarrado y solitario, asustado y hambriento en el interior...
   
Desde entonces, cada vez que nieva en el pueblo, las madres encierran a sus hijos pequeños a una hora temprana. Los comentarios aseguran que La Niña del Jarrillo sale a la calle, con el crepúsculo vespertino, a servirle comida a su hermano y a buscar niños..., que jueguen con ella... en el Más Allá... Y hay quien dice que, entre los copos de las mayores nevadas, ha visto fugazmente a Mariquilla, la niña que no tuvo infancia, al volver apresurado alguna esquina...



Coimbra

La mora encantada

Mariquiña era de una aldea del Ayuntamiento de Villar de Santos, en la Limia. Hay allí­, por encima de la parroquia de Parada de Outeiro, un monte lleno de maravillas: el Monte das Cantariñas. Entre otras formas raras de granito erosionado, hay un penedo ovoide, excavado por dentro de modo que se puede uno sentar cómodamente en el hueco, como en un confesionario, y hasta tiene una ventanilla lateral: aquello se llama el Peinador de la Reina. Como es natural, de una reina mora; porque allí­ habitaban los moros. En las mañanas serenas, entre el rayar el alba y la salida del sol, sacan las moras sus tesoros a oellar; es decir, a que les dé la luz. Y los caminantes solitarios que se dirigen a Allariz, a Ginzo o a la veiga -o sea la llanura-pueden verlas; pero suelen desaparecer cuando se acercan.  La Mariquiña era hija única de una viuda, y llevaba todos los dí­as al Monte de Cantariñas una vaca de leche, un par de ovejas y una cabra. Un dí­a vio sentada en una piedra a una vieja muy vieja que la llamó por su nombre. La Mariquiña se sorprendió al ver que la llamaba así­ una desconocida; pero como era muy buena, por respeto a la vieja, se acercó. La vieja le pidió que le quitase los piojos. La Mariquiña se los quitó, y la vieja quedó muy contenta. Luego se le antojó un cuenco de leche y la Mariquiña se la dio. Entonces la vieja le pidió el pañuelo y se metió con él entre las rocas del monte, y a poco volvió a salir con el pañuelo lleno de una cosa, se lo entregó a la niña y le dijo:

-Toma, para ti; pero no lo mires hasta llegar a casa, y después, por mucho que te pregunten, no digas nada a nadie de quién te lo dio, ni digas que me viste; vuelve por aquí­ todos los dí­as y te daré otro regalo igual.

La Mariquiña marchó a su casa con el ganado. La curiosidad propia de los niños le hací­a tantear el pañuelo por fuera; pero no se atrevió a abrirlo. Por fuera parecí­an piedras. Cuando llegó a casa y lo abrió, eran monedas de oro. Como se comprende, la madre de la rapaza se alegró muchí­simo; pero entró en tal curiosidad, que la acosó a preguntas. Mariquiña fue fiel y no dijo nada.Al otro dí­a volvió al Monte das Cantariñas y encontró a la vieja, que la esperaba. Era una mañana fresca, y cuando estaba quitándole los piojos a la vieja, a la Mariquiña le dio tos. Entonces la vieja le dijo:

-Tose para otro lado, no me vayas a escupir en la cabeza, que entonces me vuelvo cristiana. Mariquiña comprendió entonces que la vieja erau na mora del monte, acaso la reina que se peinaba en el Peinador, o que se peinó cuando era joven y hermosa, y que temí­a ser bautizada por la saliva de una cristiana. Después de haber bebido una taza de leche, la mora entregó a la rapaza otra vez el pañuelo lleno de piedras, que al llegar a casa de volvieron monedas de oro.

Así­ pasaron muchos dí­as hasta que la madre, cada vez más intrigada, la apretó tanto con sus preguntas, insistió de tal manera y le dijo tales cosas, que la pobre Mariquiña, por no ser desobediente, le contó todo. Y a la mañana siguiente marchó, como siempre, con el ganado al Monte das Cantarí­nas; pero no volvió. La vaca y las ovejas, y la cabra, como tení­an por costumbre, volvieron; pero la niña no apareció. La madre, loca de temor, preguntó a todos los muchachos que iban por allí­ con el ganado, preguntó a todos los vecinos, a todos los que pasaban por el camino: nadie le daba razón. Desolada, se fue al Monte das Cantariñas y buscó por todas partes, sin hallar ni rastro. Comenzó a llamar a grandes voces por su hija:

-¡Mariquiña! ¡Ay, Mariquiña!

Nadie respondí­a. Por fin, se fue acercando a los penedos, donde su hija solí­a encontrar a la vieja mora. Toda angustiada, llamó:

-¡Mariquiña! ¡Ay Mariquiña!

De los penedos salió una voz que le respondió:

-¡A Mariquiña, por lengoreteira,
está na miña barriga,
fritida con allo e manteiga!´

(¡La Mariquiña, por bocazas,
está en mi barriga,
frita con ajo y manteca!)

Andre

Y de curiosidad falleció
Le rompieron el corazón.

Un vestido bordó
Tiempos de lectura
Cada señal »˜ es un tiempo, una pequeña pausa (de segundos) suficiente para saborear las palabras leí­das, es mi forma de escribirlo y mi forma de leerlo, es el sentido que tiene para mi, cada uno es dueño de hacerlo o no.

Sensual »˜ no habí­a otra palabra para describirla.
No era tierna, no era hermosa, no era sexy »˜ Era la combinación de las tres en sus medidas justas.
Encerrada en un vestido bordó, aprisionada en un vestido bordó.
Un vestido que no mostraba nada. Un vestido que insinuaba y dejaba lugar a la imaginación. Y mi imaginación que me llenaba de imágenes y sensaciones. »˜ Sensaciones desbordantes, excitantes, en aumento.
En menos de un segundo ya habí­a invadido cada rincón de mi mente, dejándome estúpido y con cara de idiota.
Podrí­a haber seguido en ese estado de semi »" hipnosis toda la noche si no fuera porque me habí­a parado frente a las puertas de la cocina. Una de las cuales se abrió. »˜ La misma que me empujó, despertándome de mi sexual ensueño con el estrepitoso sonido de delicadas copas haciéndose añicos, derramando caras bebidas y destrozando junto al caro cristal, el idí­lico jardí­n en el que solo existí­amos la dama del vestido bordó y yo.
Realmente podrí­a haberme acostado con ella esa noche. »˜ Se veí­a aburrida »˜ pero no solo del evento (el cual en sí­ bastaba para bajar cualquier erección), sino aburrida de la vida, »˜ de la gente, del mundo, »˜ de su marido por lo menos.
No hubiera sido difí­cil convencerla para que nos acostáramos y creo que por eso no lo intenté. »˜ Por eso o»¦ o tal vez porque no era solo eso lo que deseaba.
La querí­a a ella.»™ Ella quien transmití­a una imagen de inalcanzable, intocable, insensible, solitaria. »˜ Hací­a dignas la tristeza y la melancolí­a, realzaban su existencia, embellecí­an su figura, sus rasgos y confundí­an mis sentidos.
No importaba si cogí­amos una o mil veces, »˜  nada de mi llegarí­a a ella, »˜ todo de mi se perderí­a en el intento, en su vací­o.
Cuando entendí­ eso la miré por última vez, »˜ la aprecié, la amé y me entristecí­.
Ella me miró, pero no fijó sus ojos en mí­,»™ no habí­a nada en mi que la llenara, »˜ no habí­a nada en ningún lado que pudiera hacerlo, por eso solo paseaba su mirada, y por eso simplemente me fui.



Pero
Yo le hablaba, simplemente de todo, de un todo tan vací­o de sentido que ambas sabí­amos que el fin era solo evitar el silencio.
Ella me dejaba hablar, con la mirada fija, o perdida en algún punto mas allá de mí­, dándome tiempo mientras se consumí­a su cigarrillo.
Yo le hablaba porque ya sabia lo que me iba a decir, generalmente lo sabia, pero esta vez realmente no querí­a escucharlo.
Aun así­ me callé, no porque estuviera lista para enfrentarla sino porque no soportaba mas tiempo el nudo en mi garganta.
Entonces me miró y solo dijo «Pero.»
Sentí­a lagrimas quemando mis mejillas, recuerdo que los ruidos de la ciudad desaparecieron con esa palabra.
Sabia lo que significaba, lo habí­amos hablado tantas veces... me la habí­a dicho en muchas otras situaciones, pero ese dí­a ella habí­a tomado una decisión, era definitivo.
Habí­a vencido la cordura de no abandonar a su familia por una mujer que conocí­a hace seis meses.
Habí­a vencido la locura de no jugarse todo por amor.
Era un «te amo pero no puedo dejar a mi esposo, hijos, amigos, padres, no puedo enfrentarme ni a la sociedad ni a la verdad.. a nuestra verdad»
No sé por cuanto tiempo nos quedamos en silencio. Ninguna dijo nada porque no habí­a mas nada que decir.
Solo cuando sonó su celular dejamos de mirarnos. Con esa canción de fondo que tanto me gustaba porque era nuestra, me pare, la besé, tan suavemente como la primera vez y me fui... para siempre y sin mas peros.
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Ese dí­a

Nuestros labios se separaron..
"Adios" le dije, mirandola a los ojos. Me di vuelta, le di la espalda, de verdad iba a irme. ¿No la veria nunca mas?
Pero algo me detuvo, algo cálido, suave, húmedo. Su mano sujetaba la mia, me di vuelta y ella lloraba.
En ese instante no habia nada en el mundo que quisiera mas que abrazarla, decirle que todo estaria bien, prometerle que me quedaria a su lado para siempre. Pero no seria cierto.
Nada estaria bien... yo me iria en una hora
De repente, mi cara estaba humeda tambien. No!!!, No podia llorar!
Me seque las lagrimas con la mano libre. No podia permitirmelo despues de lo que le habia hecho.
Traicion! Egoismo extremo..
Pero no soportaba mas el dolor. No podia marcharme sin que ella supiera lo que sentia.. bah, lo que siento aun.
"Te amo, y espero que algun dia me perdones" susurré.
Inevitables lagrimas cayeron
Su mano se aflojó
Me di vuelta nuevamente, y nada me retuvo entonces.
Camine hacia la puerta, con cada paso me sentia peor, el nudo en mi garganta se agigantaba sin dejarme despirar.
La abrí­, y sali apresurada, casi corri al taxi que me esperaba. Alli, luego de murmurarle al chofer "a la terminal", me derrumbe.. no podia parar de llorar.
Sentia que estaba muriendo
"¡¿Por que demonios hice eso?!" me pregunte
"Por el dolor" respondió una voz en mi cabeza
"¿y no es mayor el dolor ahora?"
"cien veces mayor"

Aborde a horario, y me fui. Dejando en ese cuarto parte de mi misma, esa parte que le da brillo a los ojos. Abandonando a la unica persona que he amado de verdad.


Ahora, sé que se casó con el novio que tenia en esa época. Cuando vi las fotos de su casamiento.. lo noté.
Sus ojos tampoco brillaban. Su sonrisa, no era de verdad.
En ese cuarto, ese dí­a, las dos perdimos algo importante, una parte de nosotras. Ese dí­a, yo perdí­ al amor de mi vida, a la unica mujer que he amado.. y ella.. solo a su mejor amiga.



Primera cita

De repente agarró mi mano...
Seguia sin entender que hacia allí­, llevaba 1 año de novia con un chico, era la envidia de mis amigas, el orgullo de mis padres, y un dia cualquiera ella aparece y cambia mi mundo.
Nos habiamos visto varias veces en el trabajo, solo saludos cordiales, sonrisas, miradas y mas sonrisas. Hasta que un dia como tantos otros, en el asensor, las dos solas me hizo LA pregunta:
-         ¿te gustaria salir conmigo esta noche?
Mi respuesta fue tan repentina que hasta me costo recordarla
-         Si!
-         Nos vemos a las 21 en la puerta

Y salio.

Nervios, imaginacion, ¿qué me pongo? ¿habra escuchado bien? y ¿Diego? Ya está!
Al instante estaba en la puerta y ella llegaba en su auto. Casi automaticamente subi, era como si otra moviera mi cuerpo y yo solo lo viera desde afuera.

Ella, Sabrina, solo me miraba y sonreia, supongo que se notaba que era la primera vez que salia con una chica.
Fuimos a tomar algo y por fin pude soltarme, hablamos por horas de todo, nuestras vidas, trabajos, sueños, amores, politica y filosofia.
Era una persona asombrosa, me fascinaba escucharla... y verla, sus movimientos, cabello, ojos, labios... y ahí­ me detenia ¡me surgian tantas ganas de besarla!

Eran como las 4 de la mañana cuando me sugirio que fueramos a la playa. Estuve de acuerdo, amo el mar, y de noche es aun mas hermoso.
Caminamos, hablando a veces, dejandonos inundar por la inmensidad, el cielo, las estrellas y el sonido, otras.
Entonces agarró mi mano.
Sentirla
Su delicada firmeza
Simplemente no pude controlarme mas.
Me frené en seco y la bese, como habia querido hacerlo desde el momento en que la vi.
Era extraño, increible, no habia nada mas que ella en mi mente, tocarla, sentirla, transmitirle todos los sentimientos que no podia comprender, que me sobrepasabana y me obligaban a besarla.
Creo que entonces me desmaye... o por lo menos no tengo ningun recuerdo de cómo llegue al auto. Su mano seguia en la mi al tiempo que sujetaba la palanca de cambio. Hasta que se detuvo en mi casa (de alguna forma pude decirle donde vivia).
Nos despedimos con un beso, sin decir nada, pero sabiendo todo.. solo con mirarnos y sonreir.

Xena